Nunca penalices las ideas de un jugador

Nunca penalices las ideas de un jugador

Con dieciséis años, mi grupo de amigos y yo empezamos una campaña de Dungeons & Dragons tercera edición. Queríamos hacer algo largo, duradero. Mi idea, tras haber jugado a Baldur’s Gate, era empezar con un grupo de primer nivel y, aventura a aventura, llegar hasta nivel catorce o quince. Yo quería dirigir, como casi siempre, pero también me apetecía jugar. Así que acordé con uno de los jugadores, que también tenía mucha experiencia dirigiendo, que nos turnaríamos como director de juego cada seis o siete sesiones. Eso implicaba que, por supuesto, yo también debía tener un personaje. Y mi primer personaje fue un pícaro mediano: Joey Finster. 

A lo mejor alguna de las personas que está leyendo esto no lo sabe, pero la tercera edición de Dungeons & Dragons, aunque sentó las bases del futuro de la franquicia, seguía acarreando algunos problemas muy obvios heredados de ediciones anteriores. Uno de ellos era el tema de las habilidades, especialmente en lo concerniente a los pícaros. Un guerrero recibe dos puntos de habilidades más su bonificador de inteligencia en cada nivel. El bonificador de un guerrero, con suerte, es cero. Esto quiere decir que, normalmente, cuando un guerrero sube de nivel puede subirse las habilidades de trepar y nadar, y pare usted de contar. 

¿Sabéis cuántos puntos de habilidades recibe un hechicero? Dos. ¿Y un mago? También dos. ¿Y un pícaro? Un pícaro recibe ocho. Ocho más su bonificador de inteligencia, que si es un buen pícaro al menos será de uno o dos. Esto hace que los pícaros, fuera de los combates, sean los únicos capaces de llevar a cabo prácticamente cualquier acción con un mínimo de garantía de éxito. Los bardos, por ejemplo, que son tradicionalmente los aprendices de todo y maestros de nada, reciben cuatro puntos. La mitad que un pícaro. Total, que yo me hice un pícaro. Y me había leído el libro de reglas de principio a fin. 

Con capucha negra, la fuente de inspiración para Joey Finster

Una de las muchas habilidades dentro del arsenal del pícaro es “engañar”. Gracias a esta habilidad puedes mentirle a la gente y que se lo crea. Sin embargo, si lees bien la descripción de la habilidad, verás que tiene una aplicación en combate: fintar. Durante tu turno puedes hacer una tirada enfrentada de “engañar” contra el “averiguar intenciones del rival” y, si ganas, anulas su bonificador de destreza a la clase de armadura. ¿Qué ocurre? Que un pícaro de nivel cuatro va a tener como mínimo un +9 en engañar y un guerrero de nivel 15 tendrá, con suerte, un +1 en averiguar intenciones. Y prácticamente ningún monstruo tiene averiguar intenciones, por supuesto. 

Esto, así, ya estaría bastante bien. Pero hay más. El pícaro tiene un rasgo de clase único que es el ataque furtivo. El ataque furtivo, básicamente, aumenta considerablemente el daño de cualquier ataque siempre y cuando el enemigo no pueda beneficiarse de su bonificador de destreza a la clase de armadura. ¿Veis por dónde va esto? El resultado es que, si quiere, un pícaro con la dote finta mejorada, puede fintar y atacar en cada turno de combate, no solo ralentizando aún más los ya de por sí pesados enfrentamientos de D&D, sino además convirtiéndose en una picadora de carne muy salerosa en el proceso. 

Por desgracia, al otro director de juego esto no le pareció bien. Le expliqué que mi estilo de combate era muy fluido, que la idea es que mi personaje siempre amagaba dos o tres veces antes de lanzar el golpe real, el que iba a los puntos vitales. Pero no. Su solución, respaldada por los guerreros del grupo que estaban un poco mosqueados con que el pícaro normalmente hiciese más daño, fue que solo podía hacerlo una vez por combate. Cuando esta nueva regla casera se puso en efecto sentí que había sido injustamente penalizado por haberme leído el manual y haber tenido una buena idea. Una idea digna de un jugador de Warhammer Fantasy, sí, pero una idea al fin y al cabo. 

Red flag

Hacer eso es una auténtica mierda. Buena prueba de ello es que yo me acuerdo de esto más de veinte años después. Sobre todo si, como en este caso, realmente no se trata de una idea disruptiva capaz de descarrilar una campaña. ¿Que ahora hay un personaje que hace más daño del que tenías previsto? Pues bueno, sacas siete orcos en lugar de cinco o le subes la clase de armadura al líder bandido, yo qué sé. Hay muchas maneras correctas de navegar este tipo de situaciones y ninguna de ellas implica castigar jugadores. 

En el momento en el que un jugador sienta que sus ideas pueden tener repercusiones negativas, dejará de compartirlas. Tiene sentido. En una partida de rol, idealmente, todas las situaciones tienen un número virtualmente infinito de soluciones. Porque esa es la esencia del rol. Eso es lo que diferencia una partida de rol de jugar a un videojuego. En un aventura gráfica, si para entrar por la ventana tienes que usar el destornillador que robaste en el mecánico, pues es lo que hay. Pero en una partida de rol puedes agarrar la papelera que hay justo al lado y cargarte la ventana. Y eso es lo que las hace tan especiales.

La primera vez que dirigí Las Máscaras de Nyarlathotep lo hice con un grupo que ya llevaba un par de aventuras más cortas a sus espaldas. En una de ellas pudieron aprender un hechizo que les permitía invocar una serpiente venenosa capaz de llevar  a cabo alguna acción sencilla. Así que, aproximadamente a mitad de campaña, cuando la cosa empezó a ponerse seria y empezaron a aparecer los enemigos poderosos en escena, los jugadores decidieron que su modus operandi iba a ser siempre el siguiente: averiguar dónde vivía el hechicero malvado de turno y, por la noche, enviar una serpiente mágica venenosa para matarlo. Y lo hicieron. El primer gran hechicero malvado murió envenenado en la cama mientras los investigadores bebían una copita en el bar de al lado. Y el segundo, pues también.

Pocas buenas ideas pueden llevar hasta aquí

Para mí, que estaba dirigiendo una campaña mítica por primera vez y quería que todo saliese bien, podía haber sido tentador restringir el uso del hechizo o haberme inventado cualquier otra excusa para limitar su efectividad. Recuerdo el momento de pánico al pensar “¿de verdad se van a cargar a los personajes más bestias de la campaña sin sudar ni un poquito?”. Pero en lugar de mirar al libro miré a la mesa y vi que Rubén, Carlos, Victoria y David se lo estaban pasando genuinamente bien, lo estaban gozando como puercos. Y al final el rol también va de eso. Yo mismo no recuerdo cómo terminó exactamente esa campaña, ni si alguien murió al final o todos murieron o todos vivieron. Pero todos nos acordamos de cómo, en Shanghai, se quitaron de en medio a uno de los hechiceros más poderosos del mundo usando su puñetero hechizo de la serpiente. En palabras del Fary: “deja a los chavales que camelen”.